Las alianzas como armas estratégicas
|
No es conveniente buscar ayuda para aquello que podemos lograr solos. Si esta afirmación es correcta, las alianzas únicamente se justifican cuando la consecución de la meta supera nuestras posibilidades. En el primer caso, no hay necesidad de compartir lo obtenido con nadie. En el segundo, es un requerimiento forzoso porque el objetivo perseguido supera nuestros medios y, por lo mismo, precisamos la colaboración de otros agentes sociales que exigen retribución por su accionar.
Esta formulación presenta un problema conceptual: podría catalogarse como plan y no como estrategia. Nosotros no estamos de acuerdo con quienes así piensan porque este enfoque, según entendemos, tiene un carácter tan abstracto que puede abarcar tanto a la estrategia como al plan. Aclaramos, de todas maneras, que un diseño puede considerarse estratégico si existe alguna oposición a su realización -cosa que no ocurre en el plan- y que, para tal fin se emplee, entre otros medios, la fuerza, las alianzas y las estratagemas de manera separada o en una mezcla inteligente como conveniente.
Por lo visto, para que una campaña o proceso político pueda calificarse de estratégico requiere de un objetivo general, de medios para lograrlo, método, factores morales o psicológicos, y personas que se opongan activamente al objetivo perseguido. En los casos que envuelven la guerra y lo político, no cabe la menor duda, siempre existen opositores, aunque los otros componentes no siempre aparezcan con claridad. Si así fuera, mal podríamos considerarlos, en sentido estricto, como diseños estratégicos .
La decisión de construir una alianza exitosa no es una tarea sencilla. Debe ser el resultado de un diagnóstico de la realidad llevado a cabo, precisamente, por aquellos que forman parte de ella. Esto hace que el proceso sea más complejo porque le imprime elementos “políticos” y subjetivos que se agregan a una realidad plena de opacidades, generalmente confusa y cargada de incertidumbre. Por esa razón no es suficiente saber que nuestro contrincante es más poderoso que nosotros para tomar la decisión de formar una alianza que pudiera resultar ganadora. Se requiere un conocimiento más fino. No necesariamente el planteado por Riker que perfila la necesidad de conocer con exactitud la distribución de fuerza en los grupos competidores a fin de establecer lo que él llama “ley de medida”, es decir, aquella que nos permite determinar el número mínimo de aliados necesarios para ganar unas elecciones y evitar, de esa manera, repartir el poder con demasiados grupos o personas.
El planteamiento anterior luce tan plausible que no amerita discusión alguna. Y es que una alianza constituye una vía estratégica para obtener una victoria o evitar el peligro de la derrota. Hemos aprendido, sin embargo, que cuando se sortea un peligro aparecen otras amenazas. En este caso, como producto de la alianza, algunos actores políticos pueden sentirse desplazados por los nuevos aliados. En otro escenario, la alianza puede generar desencanto ético en quienes entienden que con ella se vulnera la esencia ideológica del partido. Algunos, incluso, pueden creer que ésta le ha quitado el derecho de hacer justicia o venganza por los agravios recibidos por algunos miembros de los grupos coaligados. Todo esto, naturalmente, atenta contra el espíritu de cuerpo o el narcisismo social de la organización y, por lo mismo, tiende a debilitarla.
En circunstancias como esas es que el estratega debe implementar lo que en la teoría de juego se conoce como estrategia minimax, la cual consiste en escoger entre varios peligros el menos riesgoso. Deberá evaluar si con la alianza se logra el objetivo o si, por el contrario, genera tantas contradicciones internas que pudiera destruir la organización. Si solo produce, como muchas veces sucede, contradicciones salvables, deberá escoger la vía de la alianza, pues de no hacerlo capitula ante el adversario sin haberlo enfrentado con la racionalidad estratégica debida.
Comentarios