Si la Segunda Guerra Fría se limita a una competencia económica y tecnológica entre dos sistemas —uno democrático, el otro no—, los beneficios podrían muy bien superar los costos. Después de todo, las consecuencias económicas indirectas de las actividades de investigación y desarrollo asociadas con la Guerra Fría original fueron parte de la razón por la cual el crecimiento estadounidense fue tan sólido en los años cincuenta y sesenta.
En ese entonces, también hubo un beneficio político. Una vez superado el espasmo del macartismo, cuando los estadounidenses llegaron al consenso de que todos enfrentaban a un enemigo común, las divisiones internas se redujeron notablemente. Es revelador que una de las mayores fuentes de conflicto político y social en la era de la Guerra Fría fue una guerra contra el comunismo que Estados Unidos no pudo ganar: la de Vietnam.
Si los estadounidenses están despertando ahora ante a un nuevo enemigo externo, ¿no podría esto reducir la notable polarización interna de los últimos tiempos, que podemos ver en el declive del bipartidismo en el congreso y en la vehemencia del discurso en las redes sociales? Es posible.
Tal vez la noción de un enemigo externo podría persuadir a los políticos de Estados Unidos a dedicar recursos más abundantes al desarrollo de nuevas tecnologías, como la computación cuántica. La evidencia del espionaje y las operaciones para influir en el medio académico estadounidense y en Silicon Valley por parte de China ya está presionando al gobierno estadounidense a volver a considerar la investigación y el desarrollo como una cuestión de seguridad nacional. Sería desastroso que China ganase la carrera por la supremacía cuántica, lo que podría dejar obsoleto el cifrado informático convencional.
El gran riesgo con la Segunda Guerra Fría sería suponer confiadamente que Estados Unidos está destinado a ganarla. Es una lectura errónea tanto de la primera Guerra Fría como de la situación actual. En 1969, una victoria estadounidense sobre el enemigo comunista parecía lejos de estar predestinada. Tampoco era predecible que el futuro colapso de la Unión Soviética estaría tan exento de derramamiento de sangre.
Además, China plantea hoy un desafío económico mucho mayor del que en su tiempo fue la Unión Soviética. Los cálculos históricos del producto interno bruto muestran que en ningún momento durante la Guerra Fría la economía soviética excedió el 44 por ciento de la de Estados Unidos. China ya ha superado a Estados Unidos en al menos un indicador desde 2014: el PIB basado en la paridad del poder adquisitivo, que refleja el hecho de que el costo de vida es menor en China. La Unión Soviética nunca pudo recurrir a los recursos de un sector privado dinámico. China puede. En algunos mercados, especialmente en el de la tecnología financiera, China ya está por delante de Estados Unidos.
En resumen, 2019 no es 1949. El Tratado del Atlántico Norte se firmó hace setenta años para contrarrestar las ambiciones soviéticas; nada similar se hará para contener las de China. No espero que estalle una segunda guerra de Corea este año. Sin embargo, sí espero que esta nueva Guerra Fría se enfríe más, aun si Trump intenta el deshielo con un acuerdo comercial con China. El presidente de Estados Unidos puede haber sido el catalizador del gran enfriamiento, pero no es algo que él pueda deshacer cuando le plazca.
En 2007, el economista Moritz Schularick y yo usamos el término “Chimérica” para describir la relación económica simbiótica entre China y Estados Unidos. Hoy, esa alianza ha expirado. La Segunda Guerra Fría ha comenzado y, si la historia sirve de guía, durará mucho más que el presidente en cuyo mandato ha nacido.
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